Tamaulipas no solo vive del viento del Golfo o de sus extensas planicies: hay un pulso más antiguo, un murmullo que corre por la arena, por la roca, por la noche que baja sin aviso. Cuando el huracán se repliega, cuando la sierra guarda su silencio, una leyenda se estremece y asoma la cabeza.
Aquí, entre el brillo espectral de una luz alienígena sobre la costa y el eco de una voz que susurró “todo o nada” en una cueva perdida, los miedos del pasado regresan como sombras que nunca se fueron. A continuación, cinco leyendas que recuerdan que lo invisible resulta más inquietante que lo visto.
Extraterrestres
Desde la década de 1920 se habla en el sur de Tamaulipas de luces sobre las aguas frente a la playa de Playa Miramar y de una base submarina del que los lugareños llaman AMUPAC. Se dice que estos seres de otro mundo no solo observan, sino que intervienen: cambian trayectorias de huracanes, desvían tormentas, protegen la ciudad sin que el reloj lo marque

Cuando el cielo se tiñe de verde y el viento se quiebra sin razón, muchos piensan que no es el azar: es la vigilancia de lo que está más allá. Y aunque no hay confirmación científica, la festividad del Día del Marciano en Ciudad Madero da testimonio de que la creencia se ha convertido en identidad.
¿Son protectores o simples vigilantes silenciosos? Esa duda recorre la costa como un escalofrío.
El Jinete sin Cabeza de Llera
En los alrededores de la Estación Zaragoza, en Llera, se dice que aún cabalga un jinete sin cabeza. Hace más de un siglo, un soldado extranjero pidió refugio en el rancho de un matrimonio próspero. El dueño, movido por la bondad, lo acogió sin saber que el forastero se enamoraría de su esposa.

Cuando descubrió la traición, el hacendado lo mandó colgar y arrastrar hasta que su cuerpo se partió del cuello. A su esposa, solo la desterró. Desde entonces, el trote de un caballo sin jinete retumba entre la neblina y el polvo. Algunos dicen que busca su cabeza; otros, que aún galopa en busca de la mujer que perdió.
Leyenda del Cerro Partido
En la sierra de Ocampo, un humilde arriero llamado Pancho Rojas descansó un día bajo el sol implacable y decidió buscar la cueva que, según decían, albergaba joyas y doblones de oro español. Parte del brillo lo halló. Pero al cargar los sacos y dirigirse al valle, una voz cavernosa lo detuvo: “Todo o nada, Panchito…”. Él escogió todo.

La condición para disfrutar de la riqueza fue que al pasar a lado de la Virgen de Guadalupe en El Contadero, dejara una parte del tesoro con ella, pero él se negó a cumplir la manda y el tesoro se volvió piedra. Regresó al cerro solo para encontrar que la cueva ya no existía, que la voz seguía allí y que un viejo indio emergió del silencio. Pancho murió en ese lugar, y desde entonces la sierra replica su cruzar con el paso de sus mulas. La ambición tiene precio. Y en aquel cerro se recuerda que algunas riquezas nunca fueron hechas para manos vivas.
La bailadora del maligno
Una noche de verano en Ciudad Victoria, Marielena, una joven seria y reservada, asistió por primera vez a un baile en la Sociedad Mutualista. Allí conoció a un hombre alto, de porte elegante y guantes blancos. Nadie lo había visto antes, pero su mirada y su voz parecían hechizar.

Bailaron hasta el final de la noche. Al despedirse, él la abrazó… y desapareció, dejando tras de sí un olor insoportable a azufre. Minutos después, Marielena fue hallada cubierta de heridas como si una bestia la hubiera atacado. Al amanecer, en el suelo quedaron solo una pata de gallo y telas quemadas. Desde entonces, se dice que cada tanto, en ese salón, un hombre con guantes blancos vuelve a buscar pareja para un último baile.
Leyenda de la Calle de la Amargura
En el centro histórico de Tampico se oculta una calle cuyo nombre susurra tragedia: la Calle de la Amargura. Allí vivía Matilde, viuda y madre de tres hijos que se levantaron contra la invasión francesa. Su sacrificio fue tolerado por unos, ignorado por otros. Pero al caer sus hijos bajo tormento y crueldad, la madre no murió: su pena quedó caminando por esa calle con los pies descalzos y el lamento al viento.

Cuando la noche se hace densa, comerciantes cuentan que una figura blanca recorre la banqueta, llama nombres que ya no existen, aprieta el puño contra el pecho y se pierde en la penumbra. La amargura de esa madre no se marchó: se quedó para recordarnos que la justicia a veces no duerme.